La tiranía del espectáculo, de Pedro G. Cuartango en El Mundo
Decía Jean Paul Sartre -y siento tener que volver a citarlo- que una imagen no es una cosa sino un acto. La frase me parece una verdad esencial en una sociedad en la que la representación expulsa cualquier reflexión sobre el sentido de la existencia. Todos estamos condenados a ser actores de un guión que otros escriben.
La gran paradoja de nuestro tiempo es que fuimos educados en una cultura de la responsabilidad, producto de los valores religiosos que imperaban en nuestro país hace 40 años, y ahora tenemos que sobrevivir en una sociedad tiranizada por la imagen y las apariencias, en la que cualquier discurso se vuelve incomprensible si no se transforma en espectáculo.
En un mundo en el que la religión es un vestigio, estamos condenados a una banalidad insufrible, angustiosa. Si Dios ha muerto, como decía Nietzsche, el hombre se ha convertido en un gusano a merced del ciego azar, según subrayaba Richard Dawkins en el debate con el arzobispo de Canterbury. Pero el ser humano necesita un poco de trascendencia que aporte sentido a su vida. Nos rebelamos contra una existencia animal en la que somos un insignificante eslabón de la evolución y tendemos a pensar que nuestra vida tiene que tener algún sentido.
Por eso acudimos al arte, a la ciencia, a la literatura, a algo que hace resonar unas misteriosas vibraciones interiores y que nos eleva por encima de las miserias cotidianas. Escribir es también un intento de escapar a esa tiranía del azar que nos destruye.
Añoro los tiempos pasados en los que los seres humanos podían soñar que luchaban por un mundo mejor. Hoy no es posible tener ideales en una sociedad desgarrada por la lógica de la rentabilidad económica y la supremacía de un espectáculo en el que todo acto queda reducido a mera imagen.
No cabe ya, por tanto, hablar en términos de verdad o mentira sino de pura representación. Lo que cuenta no es lo que se hace o lo que se piensa sino lo que se dice, lo que cada uno parece ante los demás. La apariencia -la ilusión de las candilejas- es la ley suprema que rige nuestras vidas.
Esto es especialmente perceptible en la política, en la que nadie está dispuesto a asumir las consecuencias de sus actos. Urgandarin echa la culpa a su socio, el ministro del Interior se quita la responsabilidad de las actuaciones de la Policía, Rubalcaba actúa como si el PSOE no tuviera nada que ver con la crisis económica, los empresarios demonizan a los sindicatos y los sindicatos a los empresarios.
Nada más coherente en una sociedad en la que lo importante es la imagen, que carece de valores y que jamás ha sabido interiorizar lo que supone una democracia. En suma, una sociedad que no cree en sí misma porque confunde lo que parece con lo que es. La tarea esencial de nuestro tiempo es encontrar unos principios que confieran un poco de sentido y de ilusión a nuestras vidas, pero eso es demasiado pedir cuando cinco minutos de celebridad valen más que cualquier utopía.